En el mágico mundo del fútbol, donde las rivalidades son más intensas que una discusión sobre qué pizza es mejor, la temporada 1994-1995 dejó una marca imborrable en la historia de la Liga española. Fue el año en que el Real Madrid se desquitó con estilo y humor del FC Barcelona, tras la humillante derrota 5-0 que había sufrido el año anterior en el Camp Nou.
Jorge Valdano, ese argentino con elocuencia y promesas, prometió vengar la afrenta culé. Y vaya si lo hizo. En una noche que parecía más una sesión de terapia para los madridistas que una batalla de fútbol, el Madrid se abalanzó sobre el Barcelona como un niño en una tienda de juguetes, sin piedad ni miramientos.
El Barcelona, que alguna vez presumió de ser el rey del buen fútbol y el tiki-taka, se encontró perdido y desolado en el Santiago Bernabéu. Parecía que habían dejado su alma en algún lugar remoto y se presentaron como un equipo con más plomo en las piernas que una estatua de plomo. ¿Dónde estaba la garra y la arrogancia de antaño? Se había esfumado, como una galleta en el café de la mañana.
Iván Zamorano, el héroe inesperado, se convirtió en el verdugo del Barcelona. Marcó tres goles y participó en otros dos, como si estuviera cumpliendo un contrato con el diablo. Su actuación fue tan brillante que el público en el Bernabéu empezó a pedir el sexto gol, como si estuvieran en una fiesta de cumpleaños y desearan otro pastel. Zamorano era el alma de la fiesta, y el Barcelona estaba invitado solo para ser el saco de boxeo.
La pesadilla para los culés comenzó a los cinco minutos, cuando aún estaban intentando encontrar su camino hacia el campo. Laudrup, ese mago del balón, puso en marcha la máquina de tortura con uno de sus pases mágicos. El balón llegó a Zamorano, quien, con un ángulo imposible, sacó un disparo que dobló las manos del portero Busquets. Así empezaba la pesadilla para el Barcelona.
Pero el Barcelona no reaccionó, como si estuviera en una especie de trance. El Madrid continuó presionando, como si fueran un grupo de abogados que persiguen a un cliente moroso. El equipo culé se convirtió en un enigma sin resolver, y ni siquiera una caída de Luis Enrique en el área tras una falta pudo romper el maleficio.
El Madrid seguía presionando, encontrando huecos y jugando como si estuvieran haciendo malabares en un circo. Los goles llegaban uno tras otro, como frutas maduras que caen de un árbol. Milla, Laudrup, Amavisca, Raúl y Zamorano eran los acróbatas, y el Barcelona era el público atónito que no podía creer lo que veía.
El número cinco, que alguna vez había sido una mancha de vergüenza para el Madrid, se convirtió en un número mágico. Martín Vázquez se unió a la fiesta y deslumbró con una jugada que dejó a Abelardo girando como una peonza. Zamorano, siempre hambriento de goles, aprovechó el rebote y Luis Enrique, el madridista que menos brilló en esa noche llena de estrellas, anotó el cuarto. Un regalo de Zamorano a Amavisca originó el quinto, y el Bernabéu, enloquecido de éxito, pedía más. Pero los jugadores sabían que ya habían hecho suficiente. La pesadilla del Camp Nou estaba vengada.
En resumen, el 5-0 del Real Madrid al Barcelona en la temporada 94-95 fue más que una victoria; fue una terapia de grupo para los madridistas y un recordatorio para el Barcelona de que la felicidad no es eterna y la juventud no dura para siempre. En ese partido, el Madrid escribió su propia historia y se rió a carcajadas del Barcelona, mientras los culés intentaban entender qué había pasado.
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